Una inmersión de contrastes
Maria Camila Gómez
Después de una semana en Providencia, regresar a los 2600msnm de Bogotá fue darse cuenta de que cuando el mar se convierte en recuerdo, el bajón que se produce puede ser inversamente proporcional al cambio de altura. Con el regreso al ajetreo citadino, una sensación de impotencia cae de golpe al saber que no existe ni la más mínima posibilidad de entender en tan pocos días lo que es vivir en la isla. Volver solo parece mostrar que la bomba social, cultural y política que nos estalló en la cara, es un universo difícil de desenmarañar.
Apenas pusimos un pie en la isla el manglar seco nos empezó a hablar del huracán que a su paso arrasó con cuanto pudo, ese que aún después de casi un año y medio se asoma con sus vestigios en cada rincón. Y así nos fuimos encontrando con los relatos de los isleños; recuerdos dolorosos que se hacían vivos y presentes en los pedazos de hierro, madera, cables o paredes destrozadas que aparecían por las calles de la isla. Esas ruinas que hablan de un antes y un después en Providencia también dan la certeza de que no existe manera de dimensionar lo que sintieron los habitantes de la isla cuando salieron de sus casas –o lo que quedaba de ellas– y vieron el panorama que Iota les dejó.
La nomenclatura de las zonas que delimitan Providencia, al igual que los apellidos de los raizales, vienen del inglés y al ser nombrados empiezan a revelar una isla que históricamente se ha sentido lejana a Colombia; no solo geográficamente, sino sobre todo políticamente, ante un Estado ausente que no ha sabido mirar la riqueza cultural y las necesidades propias derivadas de una ancestralidad sólida, viva y diferente a lo que comúnmente encerramos dentro de la “cultura colombiana”.
Escuchar a los raizales hablar en español, inglés y creole (su lengua propia, en la que siempre prefieren hablar) es una experiencia fascinante que de manera inicial también genera un gran choque cultural y desconcierto. Y fue así, entre conversación y conversación, como se empezó a develar la inconformidad que una gran parte de raizales tiene con el Estado; un ente que no parece interesarse por construir con las comunidades ni entender lo que necesitan desde sus prácticas culturales y ubicación geográfica.
Apenas pusimos un pie en la isla el manglar seco nos empezó a hablar del huracán que a su paso arrasó con cuanto pudo, ese que aún después de casi un año y medio se asoma con sus vestigios en cada rincón
Los primeros acercamientos con la isla sucedieron poco tiempo después del paso del huracán Iota, gracias a una iniciativa de los profesores Daniel Huertas y Christiaan J. Nieman, quienes con estudiantes de arquitectura y diseño, desarrollaron propuestas que buscaban contribuir desde estas disciplinas a la difícil situación a la que se enfrentaba Providencia. Así se empezaron a gestar iniciativas y a tejer vínculos con habitantes de la isla, personas y fundaciones interesadas. Estas alianzas se concretaron en La Clínica ArqDis y fue desde este espacio, y a través del diálogo con personas de la comunidad raizal, que se empezaron a idear diversos proyectos y talleres de co-creación.
A Providencia llegamos a finales de marzo de 2022 como Aur ailand, que traducido del creole al español significa “nuestra isla”. Nombre propuesto por un grupo de estudiantes de diseño en el curso de “Énfasis integrado en proyecto y creación” dictado por los profesores Roxana Martínez y Christiaan J. Nieman. En el curso se han realizado, desde hace tres semestres, proyectos que buscan generar un trabajo colaborativo entre estudiantes de Diseño de la Universidad de los Andes y habitantes de la isla de Providencia.
Para poner en marcha los planes que se traían, era necesario primero recorrer la isla, reconocerla, hablar con sus habitantes y así entender la pertinencia de lo que se había propuesto, su viabilidad o necesidad de replantearlo
La posibilidad de co-crear en el territorio desde el Diseño y la Arquitectura fue la excusa y punto de partida para la inmersión reveladora en que se convirtieron estos días en la isla. Con una baraja de encuentros, propuestas y talleres organizados desde La Clínica ArqDis y el curso vinculado, llegamos con más dudas que certezas dispuestos a dialogar y construir con los habitantes de Providencia. Los encargados de vivirlo y llevarlo a la acción fueron los estudiantes Francesca Sarmiento, Mariana Sanz, Paula Rojas, Nicolás Guarín, Laura Sofía Pérez, Juan Manuel Moreno, Julián Barriga, monitor de la clínica y el profesor de arquitectura, Felipe Robayo.
Los encuentros que tuvieron lugar en la isla fueron posibles gracias a los enlaces con la comunidad y los aportes económicos hechos por la Diáspora Raizal. Cada nuevo encuentro en este lugar contrariado con su belleza natural y su realidad resquebrajada, nos fue llenando de entusiasmo, ganas de conocer, intercambiar experiencias, conversar, intentar entender y vivir la isla. Para poner en marcha los planes que se traían, era necesario primero recorrer la isla, reconocerla, hablar con sus habitantes y así entender la pertinencia de lo que se había propuesto, su viabilidad o necesidad de replantearlo. Dentro de las actividades propuestas había talleres de agroecología, encuentros gastronómicos tradicionales con la comunidad y un proyecto de construcción colaborativa con materiales reciclados.
Al entender las necesidades, los vínculos generados, las oportunidades y posibilidades encontradas, se empezó –bajo el liderazgo del grupo de arquitectos– el diseño, desarrollo y construcción de un prototipo de kiosko para venta de comestibles en la Cooperativa de Pescadores Fish and Farm. Mientras esto ocurría, otro grupo de diseñadores continuaba recorriendo la isla en busca de historias, encuentros y desarrollando talleres de agroecología. Estos últimos buscaban que la comunidad siguiera apropiándose y extendiendo la inquietud por cultivar sus propios alimentos como mecanismo de acercamiento a la soberanía alimentaria.
Así, cada propuesta encontró su propio camino y vehículo, muchas veces diferente al que se pensó, pero precisamente en ese cambio de planes fue cuando todo cobró sentido. Fue increíble ver cómo desde la arquitectura y el diseño se enfrentó ese mundo real y complejo para encontrar posibilidades de aportar y construir con la comunidad. En ese convencimiento fiel de lo que se hacía desde la profesión, pareció acortarse la lejanía de la esperanza, de esa utopía que es construir un país más justo y digno para las personas que lo habitamos, uno donde podamos amar la diversidad y el contraste que tiene por ofrecer.
Cada propuesta encontró su propio camino y vehículo, muchas veces diferente al que se pensó, pero precisamente en ese cambio de planes fue cuando todo cobró sentido
Sentir y vivir a la isla tan lejana y cercana a Colombia fue descubrir un lugar de contrastes infinitos donde cada día se develaba una nueva capa de realidad. En Providencia contrasta el hermoso mar calmo y verdeazulado con el manglar seco y vuelto chamizos que lo rodea. Contrastan las casas nuevas, recién pintadas, con los escombros de las caídas. Contrasta el puente en reconstrucción que conectaba a Providencia con Santa Catalina, ya colorido e imponente, visto desde el muelle que se armó con los pedazos del anterior puente que Iota destrozó. Choca el campamento por la dignidad de la asociación de pescadores “iFish”, que resiste con firmeza y organización, con el campamento de la armada que se plantó justo al lado.
Tal vez es precisamente el contraste lo que hace que ir y vivir Providencia sea fuerte y maravilloso. Es fuerte porque nos encontramos con un lugar golpeado por todas partes; con problemáticas políticas, sociales y económicas de antaño, situaciones que definitivamente se acentuaron con el paso del huracán y donde también han ido surgiendo nuevas con la llegada de contratistas del Estado. Pero sin ninguna duda vivir Providencia es también maravilloso, no solo por el paisaje alucinante, sino más que nada por la gente persistente y orgullosa de sus raíces.
Como nos contó alguien, definitivamente “no todo está perdido” y eso es clarísimo cuando te encuentras con personas y procesos fascinantes que sostienen la isla y devuelven la esperanza. Esos que no ceden ante la injusticia, que se mantienen firmes para defender la cultura, la lengua, el mar, la pesca artesanal, la soberanía alimentaria, las prácticas ancestrales y las necesidades raizales. Y aunque pasarán años y décadas para que vuelva al verde que se llevó el huracán, el manglar ya empieza a mostrar chispas de reverdecimiento que, en el paisaje mismo, permiten creer que hay esperanza.